Algo paradójico parece estar ocurriendo con los hábitos alimenticios y los trastornos y patologías que de ellos derivan en el mundo de hoy. Aquello que pareciera mal de los ricos, propio de quienes tienen resuelto el problema del hambre y que antiguamente se asociaba a la fortaleza y en los niños a la buena salud: la obesidad, se ha tornado hoy en día en enfermedad de los pobres, sobre todo en el mundo no desarrollado. Por el contrario, la delgadez, la flacura extrema, lo que en el pasado era síntoma inequívoco del mal comer, de la miseria y, en algunos casos, de la hambruna, emerge hoy como señal de estatus, símbolo de belleza o producto de desórdenes alimenticios provenientes de la anorexia o bulimia, características todas ellas (si no exclusivas, al menos con alta presencia) de los grupos sociales de ingresos medios y altos.
En el caso de la obesidad, cada vez son más los pobres en el mundo que se ven afectados por este mal que es ya considerado por los organismos de salud internacionales como de carácter epidémico: más de mil millones de personas en el mundo lo padecen. En los Estados Unidos, dos terceras partes de la población y un 20 por ciento de los niños presenta sus síntomas, lo cual nos sólo ha provocado preocupación en ese país sino que, además, ha sido considerado por las autoridades sanitarias como un problema de salud pública, cuestionando profundamente los hábitos alimenticios y estableciendo una vigilancia más estricta sobre los alimentos que integran la dieta cotidiana de los estadounidenses. Miles de personas en el mundo mueren de obesidad y las tendencias se muestran a la alza. Los nuevos estilos de vida, la televisión, las computadoras, la ausencia de ejercicio físico y la proliferación de la llamada "comida rápida", explican el aumento de la obesidad entre los niños a escala mundial. Más de 20 millones de menores de cinco años presentan problemas de exceso de peso en el mundo. Los expertos señalan que la obesidad infantil es mayor en las niñas. Los datos existentes para la mayor parte de los países desarrollados indican que la obesidad es más frecuente entre las mujeres que entre los hombres, y que entre aquellas predominan las de bajos ingresos (Saldaña, 2000).
En México, de acuerdo con información del IMSS y del Colegio de Medicina Interna, un 24 por ciento de la población enfrenta alguna forma de obesidad. De acuerdo con estas mismas fuentes, poco más del 28 por ciento de los hombres tienen algún problema de obesidad, mientras que en el caso de las mujeres, la proporción era del 41.4 por ciento. En el caso de los niños el porcentaje es de 19.5. El Distrito Federal y las entidades federativas del norte registraron los mayores índices.
Por su parte, la anorexia, pérdida del apetito y bajo peso por causas consideradas principalmente psíquicas, así como la bulimia, trastorno caracterizado por periodos excesivos de ingestión de comida, acompañado de un proceso compensatorio de ejercicio excesivo, vómitos, uso de diuréticos o medicamentos supresores del apetito, son desórdenes que, aun cuando no de manera exclusiva y con diferencias entre países y culturas, tienen una gran incidencia en grupos de ingresos medios y altos, no obstante, los cambios culturales, las relaciones y conflictos familiares, falta de comunicación, la edad de los padres, las relaciones de los hijos con aquellos, así como diversos factores psíquicos, se cuentan entre sus desencadenantes. Se les ha definido como problemas multicausales y cosmopolitas.
Sin embargo, las evidencias más contundentes y paradójicas son las que existen acerca de la relación entre obesidad y pobreza. Son numerosos los problemas de salud asociados con este mal que tienen entre sus principales factores explicativos la desigualdad, expresada ésta tanto en los niveles educativos como en los de ingresos. En diversas partes del mundo se han recogido pruebas que sugieren que los más altos índices de obesidad ocurren en los grupos sociales más pobres y con menores niveles de educación. Se ha demostrado también la relación entre pobreza y los menores gastos destinados a la alimentación, un menor consumo de vegetales y frutas y dietas de baja calidad, así como una relación directa entre desnutrición y obesidad. También estos fenómenos tienden a presentarse de manera más acentuada en las mujeres. Las dietas de baja calidad resultan más baratas, pero son menos ricas en proteínas. Es en la calidad, más que en la cantidad de alimentos donde se expresan con mayor fuerza los efectos de la desigualdad. Uno de cada cuatro adultos pobres es obeso, mientras que entre los grupos medios y altos la relación es de uno a seis. En los países desarrollados, la obesidad tiene una importante incidencia en los grupos de mayores ingresos, apareciendo desde edades tempranas. En los países pobres tiene mayor prevalencia en los grupos de menores ingresos y está asociada con episodios de desnutrición en los primeros años de vida. La obesidad regularmente se acompaña de deficiencias en los nutrientes (Drewnowski, 2004). Una hipótesis que se ha mencionado para ayudar a explicar, en parte, su gran presencia entre los pobres, es lo que se ha llamado el "genotipo del ahorro", el cual es entendido como un mecanismo de adaptación metabólica para, en situaciones de escasez de alimentos, alcanzar una mayor eficiencia en el uso de energía y en el depósito de grasas. Al mantenerse este mecanismo cuando los grupos pobres superan las condiciones extremas y tienen acceso a más alimentos, puede dar lugar a un exceso de peso.
Algunos autores (Peña, M., 2001) plantean la necesidad de evitar algunos mitos existentes en el entendimiento de la obesidad, con el propósito de facilitar su prevención. Por ello señalan que la obesidad no es sinónimo de riqueza, no equivale a lo contrario que la desnutrición, no tiene nada que ver con una nutrición adecuada, que es una enfermedad crónica debilitante que se asocia a la discapacidad física y psíquica y que bajar de peso no equivale siempre a la recuperación total de la salud.
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